miércoles, 14 de octubre de 2009

La ciudad de las manzanas.


En una caja de cartón se encuentra la ciudad de las manzanas, a veces humedecida por el leve rocío de la mañana y a veces seca por los rayos de sol que entran por las rendijas de la tapa.
Es una ciudad llena de amaneceres infinitos, de noches llenas de estrellas y de oscuridad que trata de esconderse entre ellas. Ciudad de sueños perdidos, de pasos encontrados y de caminos llenos de baches que esquivar. La ciudad de las manzanas no es una ciudad cualquiera, es un sitio casi irreal, donde la gente nada en campos de trigo, desliza su cuerpo entre cereales esmaltados y amapolas transparentes que dejan ver su sangre correr, con tallos tan verdes como la esperanza que ofrecen a los habitantes del lugar.
Aquí los coches no existen, las prisas se esfumaron en el aire con el humo de tabaco y el dolor de los que se fueron. El ambiente, sin embargo, envuelve a todos los que se quedan, sin querer o no, los atrapa entre su red de ramas secas, haciéndolos prisioneros de su propia vida, sin dejarles probar un queso nuevo lleno de sabor.
La ciudad de las manzanas expulsa y atrapa a partes iguales, sin dejar parar la vida, sin dejar reflexionar o mirar atrás. La ciudad de la caja de cartón crece sin hacer mucho ruido, apenas una milésima parte de milímetro cada cuarto de siblo, y sus campanas siguen repicando cada verano, y sus calles siguen montándose cada madrugada, y sus edificios siguen en el mismo sitio en que los dejé, y a pesar de todo eso, la ciudad de las manzanas ya no es la misma que me vio crecer.