martes, 22 de mayo de 2012

El cementerio de los libros olvidados.





           ... por un momento me sentí como Daniel en el cementerio de los libros olvidados que ya el gran Zafón nos describió con tal perfección que parecía como si estuvieramos en él. Bajé unas escaleras oscuras, frias, interminables y con un eco que hacía rebotar el sonido hasta de una araña. Dudé en entrar, no sabía que podría encontrar allí, pero a la vez la curiosidad que me producía era tal, que ese pellizco en el estómago me hizo dar un paso adelante, y fue así como empecé a descender por ese extraño túnel.
     Una vez en la puerta, respiré hondo, una vez, dos veces...tres, y así sucesivamente hasta que dejé que mi mano se pegara al picaporte. Lo agarré timida y a la vez fuertemente, sin titubeos empecé a deslizarlo hacia abajo, mi corazón empezaba a acelerarse, temía que alguien de arriba me oyera y pudiera sacarme de allí tan rápido como la luz recorre el cable del interruptor a la bombilla, así que sin que diera tiempo a que mi cabeza imaginara situaciones desagradables que acababan conmigo de patitas en la calle, me colé dentro. Era una sala pequeña, llena de estanterías que a su vez estaban llenas de libros, que a su vez estaban llenos de polvo y desconchones a diestro y siniestro. Enseguida noté la presencia de alguien al fondo de la habitación, pero esta vez era alguien conocido. Mi amigo el bibliotecario andaba trabajando con ahínco ordenando como podía una gran montonera de libros viejos. Saludé, y enseguida escuché la contestación con voz calmada y ahogada que él solía tener, con una ligera exclamación en su tono, y ese cariño que se notaba cuando hablaba con alguien cercano. Allí, apartado del mundo, en el más frío y húmedo sótano que jamás he llegado a ver, estaba mi gran amigo con sus huesos congelados, repudiado de la sociedad, desterrado de la que fue su vida durante años, alejado de esos momentos en que en la soledad de su estudio solía pasar largas horas tratando de acercarse en la distancia, un poquito a los demás, y aún así, no perdía esa gran sonrisa de bonachón, ese buen alma, ese amor de pequeñas dosis que repartía sin dudar...